Buenos días a todos y todas, muchas gracias a los organizadores por invitarme a participar en ese importante espacio de reflexión colectiva. Quisiera compartir con ustedes algunas reflexiones a propósito de los vínculos entre Salud y Sociedad en estos duros tiempos de pandemias, poniendo foco en los aportes de las ciencias sociales al respecto, ante los desafíos del presente y del futuro.
Quisiera comenzar citando algunos tramos relevantes del discurso del Secretario General de las Naciones Unidas en la apertura de la Asamblea General reunida en estos momentos: “Estoy aquí para hacer sonar la alarma: el mundo tiene que salir de su letargo. Estamos al borde de un abismo, y vamos en la dirección equivocada. Nuestro mundo nunca ha estado más amenazado ni más dividido. Nos enfrentamos a la mayor cascada de crisis de nuestra vida. La pandemia del COVID-19 ha sobredimensionado las flagrantes desigualdades. La crisis climática está golpeando el planeta. La agitación desde Afganistán hasta Etiopía, pasando por Yemen y más allá, ha frustrado la paz. Un aumento de la desconfianza y la desinformación está polarizando a la gente y paralizando las sociedades. Los derechos humanos están bajo fuego. La ciencia está siendo atacada. Y los salvavidas económicos para los más vulnerables llegan demasiado poco y demasiado tarde … si es que llegan. La solidaridad brilla por su ausencia, justo cuando más la necesitamos”. Estamos, en todo caso, ante una crisis generalizada de la cooperación internacional (justo cuando más hace falta) ante la cual cada quien se dedica a cuidar sus propios intereses, en una vuelta a lo que algunos autores califican como “neo feudalismo”, haciendo referencia al retorno a los nacionalismos extremos, al cierre de fronteras, a la hostilidad frente al “otro diferente”.
Si concentramos la mirada en nuestra América, nos encontramos con un panorama complejo y desafiante a la vez, signado por tres grandes procesos: economías en crisis, sistemas de protección precarios y democracias frágiles. La crisis económica es más que evidente. Los indicadores correspondientes son de sobra conocidos: un decrecimiento del PIB de 7 % en 2020 (y del 8.5 % en el PIB per cápita), aumento de la pobreza y la indigencia (20 millones de nuevos pobres sólo en 2020), duplicación de las tasas de desempleo y empleo precario, aumento sideral del endeudamiento externo de todos nuestros países …. En paralelo, todo esto ocurre en un contexto donde los sistemas de protección social son sumamente precarios y no están en condiciones de compensar (al menos parcialmente) los efectos devastadores de esta crisis, a lo que se suma (en varios casos nacionales) las decisiones gubernamentales de procesar nuevas reformas estructurales, que van a afectar aún más a estos precarios sistemas protectores. Como en la mayor parte de los casos estos sistemas están asociados a los trabajadores formales, sólo cubren a una pequeña parte del conjunto de la población, dejando para las grandes mayorías (apenas) el respaldo (también precario) que brindan los programas de transferencias condicionadas, que también han sido afectados por los recortes presupuestarios. Y, por si fuera poco, todo esto ocurre en el contexto de democracias frágiles, atravesadas por agudos conflictos sociales y políticos, que en algunos casos (como en Chile) se canalizan institucionalmente, mientras que en otros (como en Colombia) se canalizan en duros enfrentamientos en las calles a las que los gobiernos apenas responden con la criminalización de la protesta, a través de medidas coercitivas y autoritarias, que debilitan aún más a estas frágiles democracias. En este marco, varios de los procesos electorales recientes han reflejado el agudo descontento social existente, castigando fuertemente a los elencos gubernamentales, independientemente de sus respectivos signos políticos, con lo que se agudizan aún más los problemas ligados a las graves crisis de gobernabilidad que afectan a casi todos los países de la región.
Pasando al análisis de las dinámicas relaciones entre salud y sociedad, tema central de esta reunión virtual, es claro que la actual pandemia ha reformulado casi todo lo que hasta ahora conocíamos, pero, en cualquier caso, existen algunas continuidades y dinámicas que importa analizar. Una de ellas es la vinculada con los grandes paradigmas que tuvieron mayor impacto en estas materias a lo largo de la historia, destacándose tres en particular –miasma, germen y riesgo- que David Urquía, de la Universidad Nacional de La Plata (en Argentina) ha caracterizado con gran pertinencia, contraponiendo enfoques dominantes y alternativos: “Las teorías epidemiológicas dominantes prácticamente no han desarrollado ninguna teoría que pretenda dar cuenta de la articulación de la dimensión sociocultural con los estados de salud. Lo sociocultural ha sido incluido de manera residual con respecto a las hipótesis fundamentales de cada teoría dominante; en la teoría miasmática, la pobreza era causada por la enfermedad y ésta por las emanaciones nocivas del ambiente físico; en la teoría del germen, lo sociocultural aparece reducido y contenido en el ambiente, al cual se apelaba cuando la relación entre agente y huésped no era tan fuerte como para ignorar otras influencias; finalmente, en la teoría del riesgo no solo la dimensión sociocultural es residual, sino también la biológica ya que lo que importa es la asociación estadística y no los mecanismos y procesos causales, cualquiera sea su naturaleza”. Por su parte, el segundo grupo tiene otro enfoque: “Las teorías alternativas se caracterizan, en general, por hacer frente a una mayor complejidad y una mayor densidad conceptual, requisitos sin los cuales la consideración de lo sociocultural se revela pobre. Es de destacarse la teoría psicosocial de Cassel, que constituye el mejor ejemplo de una teoría elaborada por un epidemiólogo que trata de identificar y medir la influencia de los cambios culturales sobre los estados de salud. También cabe destacar su preocupación por incorporar en su modelo conceptual los conceptos desarrollados por las ciencias sociales del momento, el trabajo interdisciplinario, la explicitación del modelo teórico y su puesta a prueba a través de investigaciones empíricas. No he encontrado otra propuesta, sostiene Urquía, en que esas características se den juntas con la misma claridad. En este sentido, Urquía formula una explicación razonable sobre las interacciones entre teorías dominantes y alternativas, desde el (diferenciado) interés por lo socio-cultural. “La asociación encontrada entre teorías dominantes y desinterés por lo sociocultural y entre teorías alternativas e interés por lo sociocultural no es casual, y puede entenderse como parte de un fenómeno histórico más amplio. La apertura hacia lo sociocultural ha estado vinculada a lo largo del periodo histórico moderno a posiciones no dominantes, a vanguardias intelectuales desprovistas de poder político que encarnaron la crítica a la organización de la sociedad y al funcionamiento de las instituciones de su momento. No parece ser distinto el caso de lo que sucedió con lo sociocultural en el contexto de la epidemiología”. Sin duda, las interacciones socio-políticas fueron y son, claramente determinantes.
El análisis de los dinámicos vínculos entre salud y sociedad, debe incluir, asimismo, la revisión de las disputas en torno a la esencia misma del vínculo: ¿estamos ante determinantes o ante determinaciones sociales de la salud? No es un simple juego de palabras; en realidad, este debate marcó toda una época, ya entrado este nuevo siglo, desde la instalación en 2005 de la Comisión sobre Determinantes Sociales de la Salud de la OMS, dirigida por Michael Marmot, que entregó su informe en agosto de 2008, bajo un título por demás expresivo: “Subsanar las desigualdades en una generación: alcanzar la equidad sanitaria actuando sobre los determinantes sociales de la salud«. Fue, sin ninguna duda, un verdadero hito en la historia de la salud a nivel mundial, en la medida en que, por primera vez -de manera sistemática- se le brindó al tema un importante realce, junto con una ubicación destacada en la agenda pública.
El enfoque general tenía una impronta muy clara: “La justicia social es una cuestión de vida o muerte. Afecta al modo en que vive la gente, a la probabilidad de enfermar y al riesgo de morir de forma prematura. Vemos maravillados como la esperanza de vida y el estado de salud, mejoran de forma constante en algunas partes del mundo, mientras nos alarmamos ante el hecho de que eso no ocurra en otros lugares”. Y las principales causas -en general- estaban bien identificadas: “Esas desigualdades y esa inequidad sanitaria, que podría evitarse, son el resultado de la situación en que la población crece, vive, trabaja y envejece, y del tipo de sistemas que se utilizan para combatir la enfermedad. A su vez, las condiciones en que la gente vive y muere están determinadas por fuerzas políticas, sociales y económicas”. ¿Qué pasó desde entonces con este Informe? Sin duda, tuvo amplios respaldos en sectores importantes de la propia salud y de buena parte de la sociedad, pero también recibió críticas cruzadas, de gran relevancia. Por un lado, los enfoques más “neoliberales”, dominantes en aquella etapa, criticaron el énfasis exagerado en la justicia sanitaria y el rol del Estado (acotando que el informe no tomaba en cuenta adecuadamente el impacto del crecimiento económico general en la salud). Pero a la vez, también fue cuestionado “por izquierda”, desde el ángulo de las perspectivas “críticas” en salud, argumentando que el Informe no establecía rigurosamente una explicación causal de las desigualdades y se sustentaba en una visión “ahistórica” y “asocial”. La esencia del Informe original se fue perdiendo. Se impuso el paradigma dominante de la época (el neoliberal), se acallaron las voces más “críticas” y se naturalizó el enfoque que se centró en los determinantes en salud (no en las determinaciones) operando con lógicas más tecnocráticas, alejadas de las interpretaciones históricas y estructurales de las desigualdades.
En la actualidad, los acuerdos que se vienen construyendo en torno a la pertinencia de concentrar los esfuerzos (a todos los niveles) en el combate a las desigualdades sociales y no sólo en el combate a la pobreza, justifican ampliamente una rigurosa evaluación de todo este proceso (enfoques, disputas, resultados) en el marco de la actual situación coyuntural y estructural de América Latina, incorporando centralmente el análisis de las relaciones de poder entre los diferentes actores involucrados en estas complejas dinámicas institucionales y políticas. Las respuestas a todo este complejo y a la vez preocupante cuadro de situación, son siempre decisiones políticas, tomadas a partir de opciones diferentes de política pública. Las que se han venido formulando desde las Naciones Unidas, asumen el paradigma del desarrollo humano y proponen, desde la CEPAL, impulsar una recuperación transformadora con igualdad y sostenibilidad. Para ello, “es necesario crear un puente entre la recuperación económica a corto plazo y el cambio estructural hacia la sostenibilidad y la igualdad. Entre las propuestas que la CEPAL ha hecho para mitigar los efectos de la pandemia, destacan el ingreso básico de emergencia, un bono contra el hambre, el cofinanciamiento de las nóminas empresariales, inversiones para universalizar el acceso a Internet de banda ancha y el aumento de la inversión en salud y su infraestructura”. “El confinamiento ha puesto en evidencia la importancia del acceso a Internet de calidad, la infraestructura de agua y saneamiento, la mejora de barrios, viviendas y edificios, la renovación de la infraestructura para el transporte público y la movilidad activa, y los programas de empleo emergente para la restauración de sistemas naturales. Junto con la inversión para la recuperación se plantea la oportunidad de avanzar en la habilitación normativa de opciones productivas sectoriales, que sustituyan los productos con altas huellas de carbono, ambiental y social, induzcan la inversión privada y ofrezcan espacios para la expansión de la economía social y solidaria, en una lógica de densificación y democratización del tejido productivo”.
En medio de la creciente fragmentación económica, social, política y cultural, actualmente vigente en casi todos los países de la región (con las especificidades nacionales y locales correspondientes) lo central sería asumir la pertinencia, la relevancia y la urgencia de concretar pactos sociales amplios que fomenten sinergias básicas en estas materias, y para ello, se requerirá mucha madurez y buena voluntad de parte del conjunto de los actores implicados. “Los pactos -enfatiza la CEPAL- requerirán el liderazgo político para convocar la más amplia y diversa participación de actores sociales, que suelen expresarse mediante el voto popular y participar a través de organizaciones políticas y sociales, y deberán comprometer la acción efectiva de las instituciones democráticas, el gobierno y los parlamentos. Lograr una amplia representatividad y legitimidad social obligará a los actores a ‘cumplir con lo pactado’, facilitando la convivencia posterior y la resolución de los futuros conflictos redistributivos, que inevitablemente tendrán lugar. Es deseable que amplias coaliciones sociales y políticas confluyan en estos acuerdos sociales. En particular, las y los jóvenes deberán desempeñar un papel importante, cuestionando las ‘verdades oficiales’ y colocando sobre la mesa su demanda de justicia intergeneracional”. Nuestra América está atravesada por evidentes disputas ideológicas y políticas, en cuyo marco, participan activamente tres grandes paradigmas: el neo-liberal, el neo-desarrollista y el neo-conservador. La globalización neoliberal está siendo seriamente cuestionada y ya no goza de la hegemonía de la que disfrutó tiempo atrás; los gobiernos progresistas aportaron evidencias para fundamentar que sí existen alternativas, pero su trabajo quedó trunco en varios casos relevantes; la reacción conservadora, por su parte, ha vuelto por sus fueros. ¿No hay alternativas o sí se puede?
La viabilidad de las propuestas de la CEPAL se debe sustentar en una nueva fiscalidad para su financiamiento: “Cambiar la senda de desarrollo mediante una política fiscal activa requiere fortalecer la recaudación tributaria y revertir la insuficiencia de los ingresos fiscales para financiar el gasto público necesario para el desarrollo sostenible. El sistema tributario debe promover la creación de una sociedad y una economía más justas, igualitarias y sostenibles mediante impuestos para redistribuir el ingreso y la riqueza, así como para cambiar los patrones de consumo y de producción”. “El cambio de la rentabilidad relativa a favor de las inversiones para la sostenibilidad requiere la eliminación gradual de las ventajas o los ahorros indebidos en el sistema productivo, que son perjudiciales para la naturaleza o la salud. Esto se puede hacer mediante la regulación de las descargas contaminantes con miras a su minimización o eliminación o mediante impuestos sobre los productos o sectores que redundan en daños ambientales y para la salud”. Otro componente central de las propuestas de la CEPAL, se ubica en el campo del desarrollo social, en cuyo marco, se propone avanzar hacia un nuevo régimen de bienestar y protección social: “Las políticas sociales no deben concebirse como mecanismos compensatorios. El principal objetivo de la política social es alcanzar el mayor nivel de bienestar posible de las personas y las comunidades, con sus respectivos beneficios en materia de productividad, capacidades y resiliencia. Los regímenes de bienestar de la región no son suficientemente redistributivos y existen altos niveles de desigualdad en el marco de una cultura del privilegio (…) La intransigencia con respecto a la desigualdad y la pobreza es indispensable para que la actuación del Estado, en particular las finanzas públicas, sea un instrumento más redistributivo y permita avanzar hacia un cambio estructural más inclusivo”. “Para fortalecer, renovar y expandir el estado de bienestar y facilitar la transición a un nuevo estilo de desarrollo se necesitan, además del cumplimiento de los derechos laborales, políticas sociales universales basadas en derechos y no en la participación en el empleo formal. Se debe apuntar a cambiar la estructura económica y social mediante acciones afirmativas a favor de las personas y los grupos que experimentan diversos tipos de desigualdad, discriminación y exclusión.
Tal como expone magistralmente François Dubet (2021), “vivimos en un tiempo de pasiones tristes”. “Emociones como la ira, la indignación y el resentimiento atraviesan las redes sociales y la opinión de los panelistas televisivos. Ese enojo toma la forma de la denuncia o la catarsis por un orden que se siente injusto, y suele encarnizarse con los que reciben asistencia del Estado (¡todos inútiles!) pero también con los políticos y las élites (¡todos corruptos!). Acá y allá, un lenguaje paranoico acusa a los pobres, los inmigrantes y los desempleados por no esforzarse lo suficiente, a las finanzas por hacer negocios a costa de las economías nacionales y a éstas por no abrirse a la globalización, a los gobiernos por desmantelar las políticas sociales o, al contrario, por abusar de ellas demagógicamente. Cada uno tiene razones para sentirse abandonado, amenazado y para sospechar que el otro -cualquier otro- recibe ventajas indebidas”.
Lejos de considerar que todo esto es una “patología”, Dubet trata de comprender el papel de las desigualdades sociales en el despliegue de dichas “pasiones tristes”. “Si antes las grandes diferencias de clase nos permitían pensar nuestro lugar en el mundo (patrones y obreros, empresarios y trabajadores) y sostener luchas políticas o sindicales para dirimir conflictos y negociaciones, hoy las desigualdades se diversifican y se individualizan, transformando profundamente la experiencia que tenemos de ellas y desdibujando los adversarios y las verdaderas causas de los problemas. No duele tanto el 1 % de hiper ricos -una minoría de privilegiados con quienes no interactuamos- sino las múltiples diferencias cotidianas que se expresan en acceso a consumos culturales y esparcimiento, a determinados colegios, barrios, viviendas, empleos, prestaciones de salud o subsidios”. “Por un lado, los grupos afectados por las desigualdades se han multiplicado. Se los define por su actividad profesional, claro está, pero también por status de empleo, edad, generación, sexo, sexualidades, orígenes, pertenencias religiosas, territorios e incluso discapacidades. Por otro lado, los criterios y los bienes a partir de los cuales se perciben las desigualdades se multiplican aún más. Se pueden medir las desigualdades de ingresos, de patrimonio, de consumo, de salud, de acceso a estudios, de prácticas culturales y esparcimientos, de tiempo dedicado a la familia, de movilidad espacial, social o profesional, sin olvidar el riesgo de ser discriminado, el techo de cristal, las desigualdades en materia de seguridad, ambiente natural y humano o felicidad. Y todo ello, sin contar las desigualdades mundiales, que distinguen a las sociedades mismas”.
Estamos, sin duda, ante temas de gran relevancia, que han motivado agudos análisis, complejizando las más estudiadas desigualdades de ingresos (hurgando sobre todo en sus orígenes y en sus formas de acumulación) mostrándolas como evidentes “campos de exterminio” y como verdaderas “expulsiones” de “los que sobran”. A esto se han sumado -más recientemente- algunos llamados de atención sobre “la trampa de la diversidad”: “en un mundo donde lo ideológico se ha convertido en una coartada para afirmar nuestra personalidad aislada, el activismo se esfuerza en buscar las palabras adecuadas para marcar la diversidad, creando un entorno respetuoso con nuestras diferencias, mientras el sistema nos arroja por la borda de la historia”. Compleja etapa de la historia de la humanidad, en la que ya sólo hay capitalismo y las alternativas se plantean entre capitalismos, más o menos conservadores o progresistas, sin que esto sea trivial ni mucho menos, ni que impida seguir pensando en utopías alternativas para el largo plazo, desde la construcción de lo común.
En un mundo donde se construyen muros en lugar de puentes, nuestra América busca denodadamente la recomposición (siquiera parcial) de mecanismos básicos de cooperación regional, y la reciente realización en México de la Sexta Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno de la CELAC, dio sus primeros signos alentadores al respecto. La Declaración Final reafirma un amplio conjunto de principios y acuerdos internacionales que mucho costó construir y que en los últimos tiempos han sido bombardeados sistemáticamente por quienes defienden intereses particulares espurios, y a la vez aprobó criterios claros y concretos para encarar los desafíos más inmediatos, procurando construir un “Plan de Autosuficiencia Sanitaria para América Latina y el Caribe”, cuyas bases fueron aportadas por la CEPAL, en respuesta a un encargo del Gobierno de México, como Presidencia Pro-Témpore de la CELAC. “Ante un escenario global y regional cambiante e incierto, en los lineamientos y propuestas planteadas se insta a reflexionar y actuar sobre las tensiones de corto plazo (acceso a vacunas y su aplicación) y las de largo plazo (inversiones impulsadas por políticas industriales). Por otra parte, se reconoce el papel relevante que han desempeñado las políticas e instituciones de ciencia y tecnología, así como el consecuente y urgente financiamiento que se requiere para avanzar hacia la autosuficiencia sanitaria. También se destaca el importante rol de los organismos reguladores y de las políticas de defensa de la competencia, así como las ventajas de articular enfoques estratégicos en materia de propiedad intelectual, aspectos todos que necesitan de un análisis de las capacidades institucionales de los gobiernos, particularmente de las fallas en la organización institucional, con el fin de reducir la descoordinación de las estrategias nacionales y extraer lecciones que sean de interés y utilidad práctica para los países de la CELAC”. En tal sentido, se han definido siete líneas de acción: (i) fortalecer los mecanismos de compra conjunta internacional de vacunas y medicamentos esenciales; (ii) utilizar los mecanismos de compras públicas de medicamentos para el desarrollo de mercados regionales; (iii) crear consorcios para el desarrollo y la producción de vacunas; (iv) implementar una plataforma regional de ensayos clínicos; (v) aprovechar las flexibilidades normativas para acceder a propiedad intelectual; (vi) fortalecer mecanismos de convergencia y reconocimiento regulatorio; y (vii) fortalecer los sistemas de salud primaria para el acceso universal a vacunas y su distribución equitativa”. Comienzo tienen las cosas, y éste parece ser uno tan pertinente como relevante. ¡Muchas gracias!