De las Democracias que Quisimos … a las Democracias que Tenemos

Cuando en la década de los años ochenta del siglo pasado, comenzaron a caer las dictaduras militares y se empezaron a diseñar salidas a los principales conflictos armados entonces existentes, en América Latina surgió la esperanza de poder construir democracias sólidas, pero tales expectativas fueron defraudadas totalmente. ¿Qué ha pasado, desde entonces, para que hoy tengamos “democracias” tan precarias y tan limitadas? Releer algunos de los “clásicos” latinoamericanos (como Guillermo O’Donnell, en particular) puede ayudar a responder esta interrogante.

La pandemia que estamos padeciendo, ha agigantado problemas estructurales de larga data, en casi todos los planos. En el campo político, en particular, las deficitarias democracias que habíamos venido construyendo en las últimas décadas, se han resentido todavía más, sobre todo por las evidentes limitaciones que implica el “distanciamiento” social, que ha acorralado las protestas ciudadanas (casi) totalmente. Pero los problemas de fondo vienen desde muy lejos. Después de las tres décadas “gloriosas” (entre 1950 y 1970, aproximadamente) en las que la región logró importantes niveles de crecimiento económico y cierta diversificación productiva, los ensayos de la época exponían que estábamos recorriendo el camino que antes habían recorrido los países altamente industrializados, entrando en un círculo virtuoso de crecimiento económico y modernización social y cultural. Aunque se reconocían las diferencias entre países, sólo era cuestión de tiempo, para que todos “se pusieran a tiro”, recorriendo ese camino.

Guillermo O’Donnell, uno de los politólogos más importantes de América Latina, reconocido y tomado como “referente” en buena parte del mundo, realizó un fuerte cuestionamiento a dicho paradigma, mostrando como en -América Latina- se estaba construyendo un vínculo mucho más real y efectivo entre modernización y autoritarismo. Su libro sobre el tema (publicado en 1972) abundó en evidencias y argumentos contundentes, por lo que los análisis previos cayeron -prácticamente- en el olvido. Desde 1964 (con el Golpe de Estado en Brasil), las dictaduras militares comenzaron a generalizarse en toda la región, lo que llevó a que -desde la izquierda, en particular- se comenzara a hablar de regímenes “fascistas”, postulando que la única alternativa al respecto era liquidar el capitalismo e instaurar el socialismo. O’Donnell volvió a sorprender con sus cuestionamientos y sus interpretaciones, argumentando que estas dictaduras eran “un nuevo animal” que había que caracterizar con más precisión, para poder forjar alternativas más pertinentes y efectivas. Fue entonces que comenzó a generalizarse el uso de la categoría de “estados burocrático-autoritarios” (que él propuso) que básicamente mostraba las limitaciones de las interpretaciones que apenas analizaban los “regímenes” políticos y no consideraban los “estados” como tal, los cuales, además de regímenes y sistemas tenían componentes de gestión institucional altamente burocratizados y tecnocratizados (era la época de auge del tecnocratismo neoliberal, que llenó de contenidos programáticos a las dictaduras militares) en los que interactuaban muchos y muy diferentes “actores” políticos. En dicho marco, mostró como -en la mayor parte de los casos nacionales- existían “continuistas” y “aperturistas” (en los gobiernos) y “radicales” y “moderados” (en las oposiciones). La clave para las salidas hacia alguna forma de régimen post-dictatorial, decía, es construir “pactos” entre aperturistas y moderados, pues de otro modo no se podría avanzar en ninguna medida.

Los años siguientes fueron -precisamente- años de “negociaciones” (con muy diferentes formatos y procesados en muy desiguales condiciones entre los actores participantes, en cada caso en particular) y fue así que se pudo salir de las dictaduras en el Cono Sur y se pudo poner fin a los conflictos armados en Centroamérica. Pero ello no derivó (en casi ningún caso) en la construcción de democracias “plenas” (como se cataloga ahora a las más avanzadas, para realizar las correspondientes comparaciones) sino en diversas formas de lo que O’Donnell llamó democracias “delegativas” (otros autores hablaron de democracias “restringidas” o meramente “representativas”) aludiendo al hecho de que se construyeron casi exclusivamente sobre la base de asegurar elecciones libres y pluralidad de partidos políticos, “delegando” en quienes fueran electos el ejercicio del gobierno.

Vistas las evidentes limitaciones de estas “democracias”, en varios países se procesaron elecciones que llevaron al gobierno a elencos políticos y sociales “progresistas”, inaugurados con la llegada al poder de Hugo Chávez en Venezuela en 1998 y luego emulados (con muy diversos “formatos” o “estilos”) en Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador, El Salvador, Nicaragua y Uruguay, sumándose a los ya existentes (también con variantes de gran relevancia) en Chile y en Cuba. En este marco, varios de los tradicionales sistemas   bipartidistas entraron en crisis (incluso en otros países como Costa Rica, Colombia, Panamá, Paraguay, Perú y República Dominicana) y los procesos electorales se fueron complejizando, con importantes restricciones (en casi todos los casos) acompasando las tendencias generadas en los gobiernos “progresistas”, que apostaron decididamente a regímenes presidencialistas (fortaleciendo claramente los respectivos Poderes Ejecutivos, en detrimento de los Poderes Legislativos y Judiciales) en contextos en el que no se disponía de mayorías parlamentarias sólidas y/o se entraba en fuertes procesos de “judicialización de la política” (y también de cierta “politización de la justicia”) impulsados desde las derechas opositoras. Éstas, a su vez, se encargaron de asegurar que las nuevas “democracias” no alteraran el statu quo, a través de toda clase de estrategias: críticas devastadoras a los partidos políticos como tal, restricciones al ejercicio de los más elementales derechos ciudadanos, clientelismo puro y duro, fraudes electorales, golpes “blandos” y muchas otras por el estilo, sin descartar el retorno a las prácticas golpistas clásicas (como en Honduras en 2009 y en Bolivia en 2019). Desde 2015, como se sabe, estas estrategias han logrado varios resultados positivos (desde este ángulo) empezando con el cambio de rumbo en el gobierno ecuatoriano (que se suponía era continuista) y por la llegada de Macri al gobierno en Argentina y de Bolsonaro en Brasil, seguido recientemente por la llegada de la denominada “coalición multicolor” al gobierno en Uruguay, con Lacalle Pou como líder “en construcción”.

Estados Unidos jugó (como siempre) roles preponderantes en todas estas dinámicas. En sus orígenes, respaldando a las Fuerzas Armadas (con los argumentos que aportaba la Doctrina de la Seguridad Nacional), luego con la promoción de la defensa de los Derechos Humanos (en tiempos de Carter) para hostigar a las dictaduras y promover algún tipo de alternativa “democrática”, más tarde hostilizando a los gobiernos progresistas (tachándolos pura y simplistamente de “populistas”) y promoviendo la “alternancia” político-partidaria en el ejercicio del gobierno, de la mano de candidatos presidenciales que directamente (y no ya a través de “delegados” o “representantes”) eran connotados empresarios y/o militares en actividad o pasados a retiro muy recientemente. Reagan y los Busch se encargaron de echar por tierra los avances progresistas generados por Carter, al tiempo que Clinton y Obama no pudieron hacer gran cosa para volver a “equilibrar” la balanza. Trump, por su parte, dejó todas aquellas “tradiciones” por el camino y comenzó a gobernar por fuera de todas las lógicas establecidas, estableciendo relaciones altamente fluidas con Bolsonaro, Duque, Piñera y Vizcarra, y más recientemente con Abdó Benítez, Añez, Bukelle y Lacalle Pou (y por supuesto, hostigando aún más a Maduro, a Ortega y Díaz Canel, así como a Fernández y a López Obrador más recientemente).

El “saldo”, más que evidente, es desolador (por decir lo menos), dado que salvo honrosas excepciones y sólo en cierta medida (Costa Rica, Panamá, …) las democracias que “tenemos” distan muchísimo de aquellas que alguna vez “quisimos” construir. En su momento, las “rutas” que se intentaban construir eran muy diferentes, centrándose en una consigna totalmente diferente: “de la democracia que tenemos a la democracia que queremos” (como sostenían importantes líderes progresistas en los años setenta y ochenta). Verdaderos enemigos “declarados” de la democracia (como Trump y Bolsonaro, en particular) cuentan con respaldos populares (conseguidos con estrategias muy cuestionables, pero conseguidos al fin) y otro tanto pasa con enemigos “encubiertos”, como varios líderes que conforman los gobiernos actualmente vigentes en Chile, Colombia, Guatemala, Honduras, El Salvador, Paraguay, Perú y Uruguay. Nada indica, por cierto, que en estas materias (y mucho menos en casos como Bolivia) estas tendencias vayan a cambiar demasiado, incluso en países donde la democracia plebiscitaria (vía elecciones) como en México, no se extiende al plano ciudadano plenamente. Las recientes elecciones en República Dominicana, incluso, brindan pocos argumentos para el optimismo, en la medida que el Presidente electo es “opositor” a los gobiernos de los últimos años, pero es un empresario que seguramente va a recorrer caminos neoliberales más que socialdemócratas, como aparentemente pregona.

Sólo faltaba la pandemia, como suele decirse en estos momentos. Pero con el mero retorno a la “normalidad”, aún en la versión disfrazada de “nueva normalidad”, no se podrá salir de las enormes restricciones estructurales en las que estamos metidos. Nos haría mucha falta -sin duda-, Guillermo O’Donnell, para iluminarnos con sus agudas reflexiones y sus rigurosas observaciones, pero lamentablemente, ya no lo tenemos físicamente entre nosotros. Sí contamos, en cambio, con otros aportes de gran relevancia, que nos pueden permitir evidenciar la existencia efectiva de alternativas al “relato único” actualmente dominante (otra vez). Por un lado, las “lecturas” que muchos de los seguidores de Guillermo hicieron en 2015, en el marco de un seminario en el que comentaron (con más actualidad) los fecundos aportes del maestro, analizando la actual situación en todos estos planos de gran relevancia. Vale mucho el esfuerzo de revisar estos aportes, cinco años después de formulados[1], así como hacer una simple búsqueda en internet, para encontrar múltiples y muy fecundas referencias en este sentido.

En particular, hay que volver a reflexionar en términos estructurales, y para ello, el principal debate se plantea en torno al Estado (y sus vínculos con los mercados) y en torno al Sistema (capitalista financiarizado) como tal, ya no sólo en torno al Régimen (político). Desde este punto de vista, está más que demostrado el fracaso de la receta neoliberal de los noventa (expuesta claramente en el entonces denominado “Consenso de Washington”) centrada en achicar sustancialmente el Estado, dejando todo lo posible en manos del “Mercado” (con mayúsculas, en esta orientación ideológica, más que lógica, como se la quiso presentar). Todo esto se impulsaba con el objetivo de concentrar los ingresos (sí, dicho explícitamente así) en los más ricos, para que ellos (que son los únicos que pueden generar ahorros, dado que los pobres, consumen todo lo que obtienen) generaran las inversiones necesarias para relanzar la economía. Después, el “derrame” correspondiente llegaría a todos los sectores sociales, algo que -ahora lo sabemos de sobra- no ocurrió, dado que los ricos se dedicaron a especular financieramente en lugar de invertir productivamente, con lo cual, pasamos de mal a peor.

Las Naciones Unidas en general, y la CEPAL en particular, están trabajando muy proactivamente en torno a la necesidad de generar “otro desarrollo”, que sea sustentable y sostenible a la vez. Esto tiene una dimensión global (la denominada “Agenda 2030” con los respectivos ODS, con la agenda centrada en el Cambio Climático como eje central) y una dimensión más regional, nacional y local (centrada en el combate a las desigualdades sociales existentes, en muchos planos simultáneamente). Ya todos conocemos las enormes disparidades económicas existentes entre el 1 % más rico y el 99 % más pobre (los rigurosos informes de Atkinson, Piketty, Sachs, Stiglitz y otros economistas destacados, lo muestran contundentemente) que se transforman en desequilibrios inauditos de poder, visible en la enorme influencia que ese 1 % tiene en los gobiernos de todo el planeta (ejerciendo cargos ejecutivos directamente o dejando este “trabajo” a sus “delegados”). No basta, por tanto, con volver a la normalidad anterior o ir hacia una nueva normalidad, como sostienen los sectores más conservadores en todo el mundo. Hace falta cuestionar de raíz el sistema capitalista altamente financiarizado que nos domina, y sentar las bases (económicas, políticas, sociales y culturales) para la construcción de un “capitalismo progresista”, como plantea Joseph Stiglitz, en su más reciente libro[2]. Sólo con más Estado, más igualdad y más solidaridad con el “otro”, podremos salir adelante.

[1] Marín D’Alessandro y Gabriela Ippolito-O’Donnell (2015) La Ciencia Política de Guillermo O’Donnell. Editorial Eudeba, Buenos Aires.

[2] Joseph Stiglitz (2020) Capitalismo Progresista: la Respuesta a la Era del Malestar. Editorial Taurus, Barcelona.

Ernesto Rodriguez en Opiniones y Puntos de Vista